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el sistema democrático jurídico-legal, que debe velar por la integración social de todos los ciudadanos; |
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el mercado de trabajo, que debe velar por la integración económica; |
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el Estado del
bienestar, que debe velar por la integración social; |
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la
familia y las relaciones de proximidad, que deben velar por la integración
interpersonal. |
En
el Reino Unido, por ejemplo, en el marco del debate actual sobre qué políticas
se deben llevar a cabo, han surgido tres enfoques diferentes (6):
1)
Un enfoque
“integracionista”, que convierte el empleo en el elemento clave de la
inserción social, porque condiciona al mismo tiempo los ingresos, la identidad,
la autoestima y el acceso a redes de información y de contactos.
2)
Un enfoque
“pobreza”, según el cual las causas de la exclusión se encuentran en la
exigüidad de los ingresos y en la insuficiencia de los recursos materiales.
3) Un
enfoque “marginalidad” (subclase), que considera a los excluidos como
individuos que se sitúan fuera de las normas comúnmente admitidas por la
sociedad, y en consecuencia son portadores de una “cultura de la pobreza” o
“cultura de la dependencia”. En este enfoque, los excluidos son responsables
de su estado de pobreza, la cual se reproduce de generación a generación.
Aparte
de estas diferencias de enfoque y definición, se impone una distinción entre
desempleo, pobreza y exclusión social:
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El desempleo es el estado de todo aquél que se ve privado de un trabajo remunerado en un momento dado de su vida activa. Si el desempleo se prolonga demasiado y si la familia o las demás redes personales no asumen el relevo, se convierte en fuente de pobreza y de exclusión social (desempleo de larga duración). |
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La
pobreza es la insuficiencia de recursos. Desemboca en la falta de acceso a
determinados servicios básicos y concierne a toda la unidad familiar. |
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La
exclusión social es un fenómeno más complejo, en el que intervienen, además
de la falta de acceso a determinados servicios, factores sociodemográficos,
de situación sociocultural y de nivel de calidad de vida. |
La orientación económica actual, la
adhesión ciega al neoliberalismo y la correspondiente expansión de la economía
de mercado ha generado una tendencia hacia el individualismo y hacia relaciones
sociales definidas en términos mercantiles, siguiendo una pura lógica de
intereses, en desmedro de acciones y movimientos colectivos. Las políticas de
ajuste y reestructuración económica implican, de hecho, la postergación de
las demandas sociales y una retirada de la justicia social y la equidad como
preocupaciones privilegiadas en el escenario político.
En este contexto, es lógico encontrar un eclipse de las formas de acción
colectivas y una detención en el proceso de surgimiento de “nuevos” actores
colectivos y del fortalecimiento simbólico de sus identidades.
Uno
de los documentos de base para la reunión internacional sobre derechos humanos
realizada en 1993 en Viena afirma:
“La
pobreza está asociada con la negación de derechos fundamentales, en tanto los
pobres están marginados y no tienen la capacidad de luchar por sí mismos.
A diferencia de los trabajadores en Occidente que pudieron conquistar sus
derechos básicos a través de la lucha y la organización,
en
la coyuntura actual de recesión e injusticia, los que viven en los márgenes
del sistema carecen de poder y no tienen capacidad de hacerse escuchar”.
En
resumen, el crecimiento económico es imperativo para la estabilización de las
nuevas democracias. Sin embargo, el crecimiento solo no alcanza. Se
debe prestar más atención a la distribución de los recursos y del crecimiento
económico, y a la necesidad de producir cambios profundos en la estructura
socioeconómica y en el sistema político. Sin un esfuerzo sostenido del Estado
y de todos los sectores de la población para eliminar las peores formas de
miseria humana, el fin del autoritarismo y la existencia de instituciones democráticas
no podrán por sí mismos garantizar los derechos económicos y sociales de los
pobres”. (7)
La
pertenencia, la interacción, la ausencia de aislamiento, son las bases
fundamentales de la idea de comunidad y humanidad.
En otras palabras, se necesita
espacio público, la presencia del otro, la interacción, para convertirnos en
humanos.
A la luz de estas consideraciones, frente a situaciones de pobreza extrema, ¿cómo podemos estar seguros de que todavía hablamos de “humanidad”? ¿No es la pobreza extrema una señal de deshumanización?.
La exclusión y la indigencia son la negación de derechos fundamentales. No puede haber democracia con niveles extremos de pobreza y exclusión, a menos que se defina como no humanos a un sector de la población.
La exclusión y la destitución son lo opuesto a la idea de actores y escenarios. Los excluidos no están, o están afuera, lo cual es lo mismo.
Los
datos sobre la pobreza y la exclusión en América latina son bien conocidos.
Estamos en la región del mundo con la peor distribución del ingreso, y las
tendencias a la concentración y polarización van en aumento. La realidad es
que la “democratización con
ajuste” está dejando fuera a masas sociales enormes, y que no parece tratarse
de un fenómeno pasajero, “friccional”, sino a la intensificación de un
proceso de marginalización estructural.
En
una perspectiva histórica, aquí aparece una primera paradoja:
definidos como extraños por los poderosos, los grupos subordinados (inclusive
los esclavos) han sido siempre parte de la comunidad social y política. Históricamente,
han ganado acceso al espacio sociopolítico a través de luchas sociales. Para
poder luchar, sin embargo, se necesita conformar actores colectivos, se
necesitan recursos y capacidades.
En
situaciones de pobreza extrema, estas capacidades y potencialidades están
ausentes. No puede haber movimientos sociales de grupos subordinados si no
cuentan con un mínimo de acceso y un mínimo de “humanidad”, tanto en el
sentido material como en el de pertenencia a una comunidad y en la capacidad de
reflexión involucrada en la construcción de identidad.
Una
primera forma de respuesta de los excluidos es, entonces, la pasividad y la apatía,
la soledad de la miseria, la ausencia de lazo s
Sabemos,
sin embargo, que rebeldías y resistencias, pequeños boicots cotidianos, son prácticas
comunes de los grupos subalternos, bien documentadas en la historia. Inmersos en
relaciones de poder asimétricas, los grupos subordinados desarrollan formas
ocultas de acción, creando y defendiendo un espacio social propio en una
“trastienda” donde poder expresar la disidencia del discurso de la dominación.
Las formas son diversas y variables. En estos espacios, en estas trastiendas, en
los hidden
transcripts, en las formas que
no se ven, se construye y expresa un sentido de dignidad y autonomía frente a
la dominación.
Son
las protoformas
de la política, the
infrapolitics of the powerless,
en la expresión de Scott (1992), que otorgan dignidad y comunidad, en el
sentido de Arendt. Estas prácticas de resistencia son, en algún sentido, la
manifestación de un mínimo de autonomía y reflexión del sujeto. En la medida
en que se trata de prácticas ocultas, resulta difícil reconocerlas y
diferenciarlas de la pasividad y la apatía, a menos que se encuentren ya en
proceso de convertirse en movimientos colectivos o en patrones de conducta más
explícitos, o sea que ya esté en curso el propio proceso de formación de
actores y de movimientos, de reconocimientos mutuos y de espacios públicos.
En estas condiciones, el umbral de humanidad construido históricamente puede
entrar en crisis. Los marginalizados y excluidos no aceptan las reglas formales
de la participación en el espacio público-político democrático, o las
aceptan a medias. Su respuesta puede llegar a ser entonces la violencia social.
Los
excluidos económicos no se constituyen en actores: resisten, protestan (a
veces), se resignan, viven con otra legalidad, la de la violencia. Sus energías
y esfuerzos no se dirigen a la integración o al reclamo, sino a la actuación
(a veces, expresada como resistencia comunitarista).
Hay también otras violencias de
grupos que no están excluidos económicamente. Por un lado, están quienes no aceptan las reglas democráticas
por interés personal o grupal (el narcotráfico es el ejemplo más claro, pero
también las múltiples formas de corrupción);
por otro, la
violencia generada por el rechazo totalitario del derecho de los “otros” a
participar en la esfera pública, con intentos de aniquilación,
tendencias que permanecen (o renacen) en algunos grupos aun en regímenes democráticos.
En efecto, los procesos de pauperización y exclusión –y sus consecuencias en
cuanto a la dificultad de formación de movimientos sociales que planteen los
conflictos en términos de relaciones y tensiones sociales– crean las
condiciones para la aparición del racismo. Los sectores sociales en descenso
viven la “amenaza” de los de abajo (inmigrantes, negros), reforzada por
nuevos patrones competitivos entre sectores subordinados (la flexibilización
laboral, por ejemplo). Por su parte, las elites definen los problemas en términos
raciales (son los “extranjeros” los que traen problemas) como
enmascaramiento de la dominación y la exclusión de clase (Wieviorka, 1992).
A
menudo se interpreta la violencia como recurso final cuando no hay más posibilidad
de apelar a la palabra como medio de negociación de conflictos. Pero también
puede ser vista como discurso, como forma (extrema) de hablar, como lenguaje
para la expresión de conflictos y relaciones sociales, como intento de
participar en la definición del escenario sociopolítico cuando otros discursos
no son escuchados.
En esos casos (el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, es el ejemplo más reciente y
claro de esto), es la voz de un actor colectivo con un sentido de identidad
fuerte, que apela a un discurso político que (esta vez sí) será escuchado por
el poder.
De esta forma, el actor gana acceso y
lugar en el escenario sociopolítico. Lo novedoso es la posibilidad de que, al
ser escuchado y reconocido, este discurso de la violencia se transforme, para
unos y para otros, en el lenguaje del diálogo y la negociación. Y la
posibilidad de que los poderosos aprendan a escuchar otras lenguas, antes de que
los mensajes sean traducidos al discurso de la acción violenta.
La
democratización política no produce automáticamente un fortalecimiento de la
sociedad civil, una cultura de la ciudadanía y un sentido de responsabilidad
social. De hecho, la vitalidad de la sociedad civil requiere no dejar caer por
debajo de los umbrales que permiten la participación de la población en la
comunidad política. A esta falta de participación en la comunidad se puede
llegar por exclusión o por elección de canales alternativos “fuera de la
ley”. Al mismo tiempo y de manera circular, la vitalidad de la sociedad civil
se convierte en un reaseguro de la vigencia de la democracia política.
Nos encontramos con un panorama de respuestas diversificadas a la exclusión y
la marginalidad económica que acompaña a la democratización: hay apatía, hay
resistencia, hay formación de nuevas
identidades y formas de lucha. Sin embargo, no es
de estos sectores de donde se puede esperar la emergencia de una fuerza social
nueva. Antes bien, la pobreza extrema y la exclusión se convierten en temas
prioritarios de los procesos económicos y políticos de este fin de siglo a
partir de las formulaciones de los agentes económicos y políticos con poder:
sea desde la indignación moral (en su discurso de inauguración, el presidente
de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, se manifestó “horrorizado” por la
pobreza en su país), desde la lógica de la eficiencia (en términos del
retorno de inversiones en educación o en salud, por ejemplo), o desde el temor
al desborde o la amenaza (el levantamiento de Chiapas y las revueltas en
ciudades del interior de la Argentina son algunos ejemplos recientes), este tema
se está convirtiendo en
una prioridad de la agenda nacional, regional e internacional (por ejemplo, en
la Cumbre Social de Copenhague, en marzo de 1995).
Hablar de los derechos humanos de la
población marginada u oprimida implica el reconocimiento de una historia de
discriminación y opresión y un compromiso activo con la reversión de esta
situación.
Avanzar en este punto implica reconocer la inevitable tensión entre los
derechos individuales y los derechos colectivos. Una buena parte de los
conflictos actuales en el mundo pueden ser leídos en esta clave. Existen
situaciones en las que los derechos individuales no pueden ser realizados
plenamente si no se reconocen los derechos colectivos. En otras, ambos entran en
clara contradicción.
De
hecho, la vigencia de derechos humanos universales no es garantía de la
vigencia de los derechos colectivos de los pueblos, y viceversa: el derecho de
un pueblo a vivir su propio estilo de vida puede basarse en la negación de
derechos humanos básicos y en la crueldad hacia ciertas categorías sociales
dentro de esa cultura.
¿Cómo salir de este atolladero? ¿Dónde
encontrar los parámetros y criterios de evaluación y denuncia?
Frente al dilema entre priorizar derechos individuales o colectivos, Stavenhagen
(1990; 1996) propone una conclusión, “provisional y normativa”:
Los derechos
grupales o colectivos deberán ser considerados como derechos humanos en la
medida en que su reconocimiento y ejercicio promueva a su vez los derechos
individuales de sus miembros [por ejemplo, el derecho a usar la lengua vernácula]...
Un corolario a la conclusión anterior: no deberán ser considerados como
derechos humanos aquellos derechos colectivos que violan o disminuyen los
derechos individuales de sus miembros [el caso de la mutilación sexual de las
niñas en algunas sociedades africanas] (Stavenhagen, 1996).
No se trata de destruir identidades comunitarias en nombre de la modernidad, sino en “apoyar con simpatía los esfuerzos de aquellos actores que se resistan a la disociación y traten de inventar fórmulas de integración en las que la referencia a un ser colectivo no impida de ninguna manera apelar al progreso y a la participación en la modernidad” (Wieviorka, 1992, pp.266-267).
Hay distintas maneras de encarar el tema de la diferencia y la igualdad. En una primera perspectiva, la diferencia es concebida como inherente a algunas personas, y se vuelve significativa cuando se la identifica con la inferioridad: las personas diferentes no pueden entonces ser portadoras de derechos y son vistas como “dependientes” o “no ciudadanas”. Una segunda visión se preocupa por garantizar la “igualdad frente a la ley”, pero define la igualdad en términos de poseer las mismas características.
Esto lleva a no tomar en consideración, o aun a negar, muchos rasgos indicadores de diferencias. Pero como en realidad las diferencias existen, en última instancia este enfoque lleva a intentar descubrir las “verdaderas” diferencias, aquellas que ameriten un tratamiento “verdaderamente diferenciado”. Finalmente, la diferencia puede ser conceptualizada como función de las relaciones sociales, de modo que no puede ser ubicada en categorías de personas sino en las instituciones sociales y en las normas legales que las gobiernan (Minow, 1990).
El énfasis en la norma de la igualdad
refuerza una concepción basada en el derecho universal natural: reafirma que
todos los seres humanos son iguales por naturaleza. Es efectivo políticamente
en tanto permite combatir ciertas formas de discriminación, afirmar la
individualidad y poner límites al poder. Sin embargo, la otra cara de la
realidad social se impone: los individuos y los grupos no son todos iguales.
Mantener la ilusión de la igualdad y plantearla en términos de derechos
universales tiene sus riesgos: puede llevar a una formalización excesiva de los
derechos, aislándolos de las estructuras sociales en que existen y cobran
sentido; el pasaje desde lo universal hacia lo social, histórico y contingente,
se torna entonces difícil.
El principio de la igualdad y el derecho a la diferencia están en una tensión inevitable. Reconocerla tiene un beneficio importante y presenta el desafío de encontrar una manera de conceptualizar la diferencia sin jerarquizarla (Minow, 1990). Tanto desde una perspectiva teórica como desde consideraciones estratégicas, la salida habrá de buscarse no en la contraposición irreductible entre el discurso de la igualdad y el discurso de la diferencia, sino en elaborar el tema de la igualdad de derechos en contextos de relaciones sociales en los que se plantean y manifiestan las diferencias, inclusive las de poder y de marginalización (Valdés, 1990).
Cuando
el Estado mismo es el violador de derechos –sea por actuación directa, por
Los movimientos de solidaridad juegan en este punto un papel central: legitimando la demanda de la víctima, promoviendo la resignificación de la acción estatal en términos de violación de derechos.
En la medida en que este operativo tiene éxito –y en esto la difusión y movilización de la solidaridad en red tiene un peso muy importante– se pueden crear las condiciones para
provocar transformaciones en el
aparato estatal mismo. El resultado exitoso de esta interacción entre las víctimas,
el movimiento solidario y el Estado sería la emergencia de un nuevo actor
estatal que vele por el “Estado de derecho”: las transformaciones en el
Poder Judicial y la instauración de nuevos procedimientos institucionalizados y
de nuevos medios de control ciudadano sobre la acción estatal y sobre la
responsabilidad de los funcionarios. (8)
(1) HERNAN PATIÑO MAYER.
Ex embajador y Pte. de la Comisión de Seguridad de la OEA.
La seguridad se construye con equidad.
Un sistema
eficiente debe revertir la injusticia social, primera causa de la violencia
callejera.
Clarín - Sábado 19/05/2001-
(2) Bernardo Subercaseaux. Vicedecano
Facultad de Filosofía y Humanidades de Universidad de Chile.
(3) Banco Interamericano de
Desarrollo. ¿Qué es la exclusión social?
(4)Comisión
de las Comunidades Europeas: Libro Verde: Política Social europea. Opciones para la Unión.
Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas. Luxemburgo,
1994.
(5)Informe
“Combating exclusion in Ireland 1990-94”
(6) Schucksmith Mark; Social Exclusion and Economic
Development in Rural Areas, Arkleton Centre for Rural Development Research, and
University of Aberdeen. Informe presentado al seminario de la red LEADER en el
Reino Unido, Isla de Skye, 8-9 de
septiembre de 1999, p. 1.
(7) (Pinheiro, Poppovic y Kahn, 1993, p.25).
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